Nota de archivo: esta historia fue publicada hace más de 13 años.
PUBLICIDAD
La semana pasada me fui con Tom de fin de semana para Rincón. Cuando regresamos, y mientras acomodaba unas cosas en la nevera, me di cuenta de que había un pequeño lagartijo pegado al otro lado del screen de la puerta que da de la cocina a la terraza. Le di un par de golpecitos al screen para que saltara de allí, y nada. Abrí la puerta, y tampoco.
Fue entonces que me percaté que no era que el lagartijo no quisiera irse, era que no podía. Estaba atrapado entre el screen y las celosías de cristal de la puerta. Había pasado no sé cuantos días encerrado. Abrí las ventanas para dejarlo salir, pero ni se movió. Volví a darle unos toquecitos al screen para motivarlo a que saltara, y nada.
Yo seguí haciendo mis cosas en la casa, pero regresaba a cada ratito a la cocina para ver qué había sido de mi amiguito. Finalmente, después de casi media hora, había desaparecido. “Qué mucho le tomó darse cuenta de que nada lo detenía”, pensé en ese momento.
No sé por qué el lagartijo que no se atrevía a dar el salto a su libertad, me recordó una carta que me había escrito una mujer días antes. Me contó cómo, luego de varios años en una relación marcada por la violencia doméstica, que incluyó la radicación de no sé cuantas órdenes de protección, finalmente había logrado acumular el valor para dejarlo. En su carta me decía que aun a pesar de haber salido de ese infierno, todavía hoy no entiende por qué tardó tanto en hacerlo. Tal vez aquel lagartijo no se atrevía a saltar porque, después de sabe Dios cuántos días atrapado entre el screen y la ventana, tenía miedo de intentar algo diferente.
Tal vez ella llegó a acostumbrarse a tal grado a su sufrimiento que ni siquiera podía concebir que hubiese una alternativa. Mira a tu alrededor y pregúntate qué puerta o ventana has dejado cerrada que puedas abrir. Ábrela, respira el aire nuevo que llega desde afuera, cierra los ojos y da el salto. Yo te prometo que afuera hay vida.