Acabo de quitarme mis lentes de contacto en menos de treinta segundos. Sé que deben estar pensando que eso lo hace cualquiera. Sí, cualquiera que esté acostumbrado a usar lentes de contacto. Tienen que entender que toda mi vida disfruté de una visión perfecta. (Digo, me refiero a la física, porque la visión interior todavía estoy tratando de ajustarla). No fue hasta que cumplí los cuarenta que de repente comenzaron a ocurrir cosas extrañas con las letras del periódico. Fui al oftalmólogo y su comentario fue: “No es nada, es normal a tu edad”. Ésa fue mi bienvenida a los cuarenta.

Me hice unos espejuelos de receta los cuales no salieron de mi cartera por más de un año. Pero cuando comencé mi programa de televisión sobre temas de salud, pasé un par de bochornos al no poder leer las tarjetas que me preparaba mi productora con los nombres de mis invitados. Me ordenaron amorosamente que me pusiera los espejuelos.

Y el año pasado me volvieron a ordenar amorosamente que me los quitara y me pusiera lentes de contacto. Algo nuevo a lo que acostumbrarme. El optómetra me enseñó cómo ponérmelos por primera vez. De primera intención pareció hasta fácil. La primera vez que me los puse solita fue para hacer un especial de televisión en las Navidades. Me tardé como cinco minutos en el proceso. Antes de ir al aire, me encontré con otra compañera animadora que también estaba en las mismas, estrenando lentes de contacto. “¿Y ya te los sabes poner y quitar bien?”, le pregunté. “Qué va, me los puso el optómetra en la óptica y cuando termine voy para allá para que me ayude a quitármelos”, me dijo. Ahí fue que me empezó un poquito la ansiedad.

Cuando llegué a casa comenzó la pesadilla. No me atrevía a tocarme dentro del ojo por no hacerme daño. Pero claro, si no me toco el ojo no puedo quitarme el lente. El del ojo derecho me resistió bastante, pero eventualmente se dejó sacar. Y entonces llegué al izquierdo. Lo intenté todo. Intenté recordar los movimientos de dos de mis hermanas que se quitan y ponen los lentes hasta guiando. Y aquel aparato no salía. Llevaba casi quince minutos en ese proceso cuando Tom me encontró en el cuarto casi llorando. Llamó a su mejor amigo en California, quien ha usado lentes toda la vida, y él fue mi 911 oftálmico. Y lo mejor de todo es que nunca se burló de mi moronidad.

Finalmente, luego de casi media hora, el lente salió. Juré no volver a usarlos, pero no me quedó más remedio que intentarlo de nuevo. El proceso siguió siendo difícil. Un día se me olvidó que los tenía puestos y me dormí con ellos. Otro día uno de los lentes desapareció de mi ojo como por arte de magia y todavía lo estoy buscando. Como el izquierdo y el derecho tienen recetas diferentes, están en cajas separadas. Por alguna razón al día de hoy me quedan cuatro del derecho y sólo una del izquierdo. No me lo explico.

Pero hoy me puse y me quité los lentes en menos de treinta segundos. Algo que hace tres meses atrás era un proceso terrible, ahora es algo normal y corriente. Y sé que esos lentecitos han llegado a recordarme muchas cosas. Que nada, especialmente la visión 20/20, es para siempre. Que la edad requiere ajustes. Y que hasta lo más pequeño puede convertirse a veces en un gran logro a celebrar sencillamente porque pudiste. Alguien me habló hace unas semanas de una operación. Conmigo que no cuenten. Y los retos continúan.