Desde hace varios años tengo a mi cargo a una de mis tías. Ella vivió en Miami prácticamente toda su vida y nunca tuvo hijos. Luego que enviudó la trajimos a Puerto Rico al notar que su salud se iba deteriorando, y que no estaba capacitada para cuidar de sí misma. Su diagnóstico es de un tipo de demencia, parecido al Alzheimer, pero padece además de varias otras condiciones de salud. Los pasados seis meses han sido difíciles ya que su condición neurológica ha ido empeorando.

Mi corazón está con todos aquellos de ustedes que son hoy cuidadores de personas de edad avanzada que son pacientes de Alzheimer y otros tipos de demencia. Pienso que es uno de los trabajos más difíciles que existen. Es una labor drenante física y emocionalmente, especialmente cuando la condición transforma a la persona, como es el caso de mi tía, en alguien huraño y agresivo.

Hace poco tuvimos que internarla en el hospital por varios días, y fui testigo de cómo agredía física y verbalmente al personal, utilizando a veces palabras que no puedo publicar aquí. Yo me la pasaba pidiendo excusas por ella, y varias de las enfermeras me tranquilizaron asegurándome que ellas entendían la condición. En uno de esos momentos difíciles en el hospital recordé el lema que aprendí hace unos años en el programa Al Anon para familiares y amigos de alcohólicos y el cual nos insta a siempre buscar “separar la persona de la enfermedad.” Es posiblemente uno de los consejos más sabios que he recibido en mi vida.

Cuando estoy viendo a mi querida Titá, sé que lo que yo veo es diferente a lo que ve otra persona. Yo veo a una mujer que, a pesar de que nunca pudo tener hijos, fue madre para los cientos de estudiantes que tuvo durante sus más de treinta años como maestra de escuela elemental. Veo a esa tía especial que cada vez que nos venía a visitar desde Miami cargaba con su guitarra para enseñarnos canciones nuevas, que nos hacía peinados y nos hacía reír todo el tiempo con su gran sentido del humor. Veo como, ya yo siendo adulta, pasábamos horas las dos solitas en su casa de Miami viendo vídeos de sus conferenciantes espirituales favoritos, la mayoría de ellos sacerdotes o teólogos de avanzada que nos despertaban interesantísimas discusiones. Aprendí tanto con ella.

Veo a una mujer con un talento excepcional para la pintura, autora de dos libros publicados y dos novelas nunca publicadas, quien me contagió en un momento dado con la fiebre de los rompecabezas gigantes, de esos de más de cinco y diez mil piezas que me sentaba a descifrar con ella durante horas en la mesa de su casa.

Cuando llego a visitarla, siempre me reconoce, pero hay días, los más lúcidos, en que me recibe con una sonrisa y un “Mi amor, qué bueno que viniste”, que me iluminan el alma. En esos momentos cada vez menos frecuentes pero mágicos, en que se me manifiesta en total dulzura, siento el impulso de gritarles a todos: “¿La vieron qué linda? ¿Quieren saber quién es?”.

Recuerda siempre que detrás de toda condición mental, fisiológica o emocional hay un ser separado de su enfermedad que lo único que quisiera es que alguien lo reconociera. Al hacerlo les estamos regalando a ellos dignidad y a nosotros, como cuidadores o familiares sintiéndonos impotentes ante esta difícil condición, una herramienta para la paciencia y la compasión en momentos difíciles.