Comunicarme con grabadoras no se me da nada bien. Me enferma llamar a un lugar y toparme con un aparato contestador que me manda a marcar el uno, el dos, el tres o cualquier otro número desde donde me envían, otra bendita vez, a marcar el uno, el dos o el tres.

Los nervios se me encrispan, siento que se me entorchan las Trompas de Falopio y un coraje punzante se apodera de mi espíritu.

Bendito, pero si lo único que pretendo es hablar con un HUMANO. Sí, hermana y hermano, con un ser humano que pueda saludarme -aunque sea con las muelas de atrás- escucharme y dirigirme hacia el servicio o la información que necesito. No pido más.

Relacionadas

Hace unos días, buscando opciones de centros de imágenes para hacerme uno de esos retratos que captan a uno por dentro, llamé a cinco distintas oficinas y en todas me contestó una grabación. Unas con voz de hombre, otras con voz de mujer y todas indicándome que debía enviar el referido y la copia del plan médico a un correo electrónico. Entonces, y solamente entonces, ellos me llamarían para darme una cita. ¡Me cachi’n diez!

Pero que vamos a ver, esos son documentos privados que uno no puede enviar por ahí, al wipipío, a una computadora que le pertenece a sabrá Dios quién, que se puede enterar de mis dolamas y entuertos.

La sexta vez, ya a punto de buscar una bolsa de papel de estraza para meter la mitad de mi cara e hiperventilar, me contestó una HUMANA. No saben ustedes la alegría que me produjo escuchar su voz. Quise correr hacia donde ella estaba, abrazarla, invitarla a un café, y agradecerle personalmente su presencia en carne y hueso. Por fin una persona me contestaba y no tenía que enredarme entre el marque aquí y presione allá, incluidos asteriscos y signos de número para finalizar.

Me da coraje que cada aparato contestador usurpe el trabajo de alguien. Tanta necesidad de servicio al cliente y uno hablando con un robot, con un “Casper the Friendly Ghost” al que atiborraron de respuestas automatizadas. Se sustituye el factor humano por un lío de cables conectados a un sistema invisible que pretende contestarnos.

La inteligencia artificial nos va a rajar por el medio. Corrijo, nos está rajando por el medio. Entenderla es un poco complejo, pero bueno, en arroz y habichuelas -que es como yo logro captar- es un mejunje de algoritmos que componen una tecnología que imita la capacidad humana. Una sambumbia de información depositada en esos aparatos con el propósito de “ayudarnos”.

Bueno, lo intenta, porque la realidad es que por más sofisticados que sean, nada sustituye al ser humano.

La venimos utilizando desde hace años, lo que pasa es que no nos dimos cuenta. No la vimos venir. El correo electrónico en vez del mensajero, el GPS que desplazó al mapa, el teléfono que es más inteligente que nosotros y guarda todos nuestros secretos y por ahí pa’ bajo.

Nada más vaya usted en su mente a una de esas películas de James Bond y verá que desde esos tiempos ya se iban gestando los aparatos que reinan en nuestra vida hoy. Bueno, en realidad desde los “Jetsons”.

Lo peor del caso es que si usted es más viejito/a o menos tecnológico/a que yo, la vida se le volverá de cuadritos intentando comprar, orientarse, ordenar, hacer citas, buscar información y todas esas gestiones necesarias en el diario vivir.

Habrá que aprender a sobrevivir en estos tiempos extraños, pero no creo que cambie mi opinión: quiero hablar con un HUMANO.