En mi casa, tengo una caja llena de cartas del ayer, textos de aquel tiempo de antaño en que la gente se sentaba en la mesa del comedor, papel y bolígrafo en mano, a escribir.

Algunas son de mi tío Simón, quien vivió en las afueras de París hasta su muerte a finales del siglo pasado. Sus cartas, dirigidas a mi mamá, tenían un tono gris y deprimente. En ellas, se quejaba de sus achaques, filosofaba sobre la muerte y recordaba, con mucha nostalgia, los años de su juventud.

A lo largo de su existencia, mi tío fue una persona muy apasionada, emotiva y sentimental. Aún recuerdo cómo, en una de las ocasiones que fui a visitarlo en la casa donde vivía junto a su esposa, me confesó algo que jamás olvidaré. Me dijo: “Ven, te voy a enseñar un secreto que nadie conoce”.

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Lo seguí hasta el polvoriento ático de su casa. Allí había un antiguo armario de madera cuyas puertas estaban cerradas con una pequeña cadena y un candado. “Te voy a enseñar mi tesoro”, me advirtió.

Al abrirlo, lo primero que vi fueron docenas de fotos en blanco y negro de una joven hermosa, pegadas en el interior de las puertas del armario. “Te presento a Jaqueline, el amor de mi vida”, me confesó.

Simón y Jaqueline tuvieron, por un año, un amor idílico. Tenían planes de casarse hasta que, un día, estalló la guerra en Europa. Mi tío tuvo que enlistarse en el ejército y el único contacto que llegó a tener con ella fue a través de cartas. Se despidieron en una estación de tren, prometiéndose que, tan pronto él regresara, habrían de casarse.

Al mirar dentro del armario, observé una montaña de cartas. “Nos escribíamos todos los días”, explicó. “Tengo guardadas cada una de las que me envió”.

Al lado de las cartas había otra montaña, inmensa, de rosas secas.

Mi tío notó mi asombro y me contó lo siguiente:

“Al año de haberme ido, Jacqueline se enfermó de cáncer y, al poco tiempo, muere sin que hubiésemos podido volvernos a encontrar. No fue hasta el final de la guerra que pude regresar a París; mi reencuentro con ella fue en el cementerio que queda cerca del bosque donde solíamos caminar juntos. Desde ese día, todos los domingos, sin falta, voy a visitar su tumba y le regalo una rosa roja. Las que ves aquí en el armario son todas las rosas que recogía de vuelta cada semana, ya secas, y que yo interpreto como el regalo de ella hacia mí. En este armario hay más de 50 años de rosas”.

Fue entonces que me contó la otra parte de su ritual semanal: “Cuando traigo la rosa de cada semana y la pongo en el armario, tomó al azar una de sus cartas, las sacó de su sobre y leo, solamente, una oración”.

“¿Por qué lees solo una oración y no la carta completa?”, le pregunté.

“Para que no se me gasten…”.

Simón había tenido una vida plena con su esposa de casi 50 años, de nombre Stella. Pero ella nunca supo que el amor de su marido era compartido, todos los domingos, durante todo ese tiempo, con otra mujer difunta.

Es una historia de amor como pocas he escuchado en que las cartas guardan la memoria de ese idilio. A veces pienso que la historia de mi tío es algo irrepetible hoy día, en esta era digital de mensajes cortos y desechables por chat, en que la palabra y los sentimientos ya no quedan plasmados, por siempre, en papel.

¿A dónde han ido a parar las cartas de amor?