Cuando el amor cabía en un sobre
El buzón hoy solo recibe facturas.

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Hace unos días abrí una caja que llevaba años guardada en un rincón del armario. Dentro, encontré algo que ya no se ve: cartas. Cartas reales, escritas a mano, con tinta corrida y dobleces marcados por el tiempo. Las sostuve entre las manos como quien descubre un tesoro. Y lo eran.
Eran cartas de mi familia, de distintos tiempos y lugares, pero hubo un grupo que me dejó especialmente conmovido: las cartas que se escribieron mis abuelos paternos, Maurice y Blanche, entre 1908 y 1909. Él vivía en París; ella, en un pequeño pueblo llamado Auxonne, en la región de Dijon, donde además de historias de amor, también se cultiva buena mostaza.
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Se conocieron en la plaza de ese pueblo una Pascua, y lo que ocurrió en esos tres días marcó el resto de sus vidas. Fue un flechazo a la antigua. Cuando él regresó a París, comenzó lo que hoy resultaría impensable: una correspondencia diaria, durante un año completo. Una carta por día, sin fallar. Al año siguiente, volvió al pueblo, se casaron en la iglesia de la plaza donde se conocieron y comenzaron su vida juntos.

No eran cartas largas. Los recursos eran limitados, así que cada hoja era aprovechada con una letra diminuta, líneas casi pegadas y márgenes inexistentes. Pero en cada centímetro había amor, deseo, respeto. Se trataban de “usted”, con una formalidad que hoy nos parecería ajena, pero que reflejaba una ternura profunda y una elegancia que se ha perdido.
En una de las cartas, mi abuela le envía una fotografía tomada por un profesional, algo inusual y costoso en aquel entonces. Mi abuelo, al recibirla, escribió que cada noche la miraba antes de apagar la lámpara, para que su imagen se le quedara grabada en la memoria y pudiera dormirse con ella. Esa frase me estremeció. Había algo profundamente humano en esa necesidad de tener presente el rostro del ser amado en medio de la distancia y la espera.
Leer esas cartas es como tener acceso a una cápsula del tiempo, una ventana directa al corazón de quienes me antecedieron. Más allá del romanticismo, es historia viva: relatos cotidianos de la Francia de principios del siglo XX, referencias a noticias, enfermedades, comidas, estados de ánimo… y todo, contado sin filtro, sin correctores automáticos, sin emojis.
Después del matrimonio, sus cartas no cesaron del todo. La vida les trajo pruebas durísimas: dos guerras mundiales, la pandemia de la gripe española, la pérdida de un hijo. En medio del dolor, siguieron escribiendo. Algunas cartas venían desde el frente, otras eran notas escondidas entre páginas de diarios personales. Todo ese archivo me acompaña ahora como una especie de herencia emocional que ningún testamento podría plasmar.
Y entonces uno se pregunta: ¿qué quedará de nosotros dentro de cien años? ¿Qué testimonio dejaremos del amor que sentimos, de nuestras luchas, de nuestras esperanzas? Nuestros mensajes de texto no tienen olor a papel ni la calidez de una caligrafía temblorosa. Son prácticos, sí. Instantáneos. Pero fugaces. Son palabras que se borran con un clic.
No quiero idealizar el pasado. Pero a veces me pregunto si, en nuestra carrera por ser más eficientes, no hemos sacrificado lo esencial: la pausa para pensar, la intención al escribir, el deseo de decir algo con alma.
El buzón hoy solo recibe facturas. El romance viaja en stickers. Y el recuerdo, si no lo imprimimos, se disuelve en la nube.
No todo lo que se olvida merece ser olvidado. Quizás escribir una carta, aunque sea una, sea nuestra forma de resistir al olvido.
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Exdecano y profesor de la Escuela de Comunicación Ferré Rangel de la Universidad del Sagrado Corazón y fundador del movimiento En Buen Español. Experto en comunicación y amante del lenguaje. Conferenciante internacional sobre temas relacionados con el poder de la palabra. Autor del libro 'Habla y redacta en buen español' (2011) y 'En buen español: El libro de las curiosidades de nuestro idioma" (2020). Apasionado de la historia, la educación, la fotografía y el mar. Esposo de Mirté y padre de Sebastián, Alejandro, Mauricio y Mariana (y del perrito Muni Cipio).
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