Si a alguien le quedaban dudas sobre el poder del idioma español, los números del anuario El español en el mundo 2025, presentado por el Instituto Cervantes, hablan clarito: 635.7 millones de personas lo hablan en todo el planeta. En solo un año, se sumaron 30 millones más.

Y no se trata solo de cantidad, sino de presencia, de identidad, de una lengua que cruza océanos y rompe fronteras sin necesidad de pasaporte.

De esos casi 636 millones, más de 500 millones son hablantes nativos, lo que coloca al español como la tercera lengua materna más hablada del mundo, solo por detrás del chino mandarín y el hindi. Pero también hay otro dato que no debe pasarnos por alto: uno de cada diez hispanohablantes vive fuera de un país hispano. El español se ha convertido en lengua migratoria, en raíz portátil, en símbolo de pertenencia.

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Y mientras tanto, el número de personas que eligen aprender español sigue en aumento. Ya hay más de 24 millones de estudiantes de español como lengua extranjera y se espera que esa cifra alcance los 100 millones antes de que termine el siglo. Estados Unidos, Brasil y varios países europeos lideran este crecimiento. ¿Por qué? Porque hablar español es abrirse al mundo.

En Estados Unidos, por ejemplo, aprender español se ha convertido, según el director académico del Instituto Cervantes, en “un acto de resistencia cultural y una forma de participación cívica”. Es una forma de plantarse ante el olvido, de reafirmar raíces, de resistir con palabras.

Aquí en Puerto Rico sabemos de eso. El español nuestro —mezclado con el inglés y otras influencias— es un símbolo de identidad. Es el idioma con el que contamos chistes, rezamos, peleamos y decimos “te amo”. Lo defendemos, lo modelamos a nuestra manera y, aunque a veces lo maltratamos con faltas ortográficas y muletillas, lo sentimos como parte del alma.

No hay que hablar un español perfecto, pero sí uno vivo. Y eso es lo que lo mantiene en crecimiento: su capacidad de adaptación. Cada país lo pronuncia distinto, lo adorna con expresiones propias, lo combina con otras lenguas. Y en lugar de debilitarlo, eso lo fortalece. La diversidad es su mayor virtud.

El director del Instituto Cervantes, Luis García Montero, aprovechó la presentación del informe para recordarnos que nuestra lengua no solo comunica, sino que también representa valores. Reivindicó el lenguaje claro, transparente, democrático. Un idioma que apuesta por la inclusión y la igualdad. Que no sirve para confundir ni para excluir, sino para unir.

Y eso también forma parte del reto. Porque en un mundo saturado de discursos vacíos y manipuladores, hablar con claridad es un acto de valentía. Enseñar bien el idioma, promover su buen uso y defenderlo sin arrogancia, pero con orgullo, es una tarea colectiva.

Este crecimiento no debe ser solo motivo de celebración, sino también de reflexión. ¿Qué hacemos nosotros, los hispanohablantes, con este tesoro? ¿Lo valoramos? ¿Lo cuidamos? ¿O lo damos por sentado?

Tener una lengua que crece, que se expande, que influye nos da una responsabilidad. La responsabilidad de usarla bien. De promover la lectura, de escribir con intención, de hablar con respeto. De enseñarles a los niños no solo a conjugar verbos, sino también a pensar con palabras que construyan.

El español no para de crecer. Pero más allá de los millones, lo importante es cómo lo hablamos, cómo lo vivimos. Cada palabra que decimos lleva consigo siglos de historia, de mezclas, de luchas y de amor. Y aunque ya no sea la segunda lengua más hablada del mundo, sigue siendo —sin duda— una de las más poderosas.