Georges Paizy, mi padre, había sido condecorado por el presidente de Francia con la medalla de Caballero de la Orden Nacional del Mérito, uno de los más grandes reconocimientos que hace este país a sus ciudadanos. El galardón vino en premiación por su trayectoria de vida en la que, a los 17 años, se presentó como voluntario en el ejército francés para defender su patria en contra de los invasores Nazi. Fue apresado por los alemanes y enviado a un campo de concentración. Logró huir. Desde el clandestinaje, siguió luchando por la libertad de su país y vivió años de sacrificios inimaginables. Luego, con el paso del tiempo, al venir con mi madre a vivir a Puerto Rico, puso en alto el nombre de Francia mediante la creación de una asociación de antiguos combatientes la cual presidió con éxito por muchos años.

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Yo estaba a su lado, con apenas 12 años, cuando el cónsul general de Francia en Puerto Rico, en representación del presidente francés, le puso la medalla en su pecho. Recuerdo el orgullo que sentí por él. Mi padre era un hombre de honor.

Y ese mismo padre, todos los años, en la fiesta de Nochebuena, era capaz de poner a un lado su rol de antiguo soldado condecorado y asumir el papel de bufón. Durante meses planificaba su espectáculo, ensayaba su libreto y a las 12:00 de la noche hacía su entrada triunfal ante todos los presentes.

Una vez vino vestido de bebé, con un pañal, gateando por el piso; en otra ocasión se vistió de ángel guardián con un traje blanco, alas y una aureola en la cabeza; en otra Nochebuena se disfrazó de cocinero loco.

Durante sus presentaciones nos reíamos hasta más no poder. Recuerdo el orgullo que sentía por él en estas presentaciones, el mismo orgullo que sentía cuando me contaba sobre sus aventuras heroicas de la guerra.

Al final, mi padre me enseñó una gran lección: el honor y el humor sano no son incompatibles.

Todo esto me hace pensar en uno de los genios más reconocidos y admirados de la humanidad: Albert Einstein. A este famoso científico, al cumplir sus 72 años, se le acercó un fotógrafo y le pidió que sonriera para un retrato. De inmediato, Einstein sacó la lengua, hizo una mueca y dejó para la posteridad una imagen que hoy es icónica. El gran Einstein, una de las personas más inteligentes del mundo, no se tomaba tan en serio.

El humor conecta. Esa es la razón por la que siempre se les recomienda a los oradores, previo a dar una presentación, que comiencen con algún comentario jocoso o simpático que ‘rompa el hielo’. A partir de ese momento, la audiencia está en una actitud más propicia de escuchar el mensaje porque la risa elimina barreras, acerca a las personas y los pone en una mejor disposición de escuchar y aprender. Si logras que la gente se ría contigo, ya tienes la mitad de la pelea ganada.

Incluso, el lenguaje del humor funciona para la venta. Por lo general, las personas asumen una actitud defensiva cuando saben que un vendedor está tratando de que le compren algo. Sin embargo, cuando el vendedor utiliza el lenguaje del humor se derrumban las defensas y se abre el espacio para que la transacción se produzca.

Recuerdo que en la revista Selecciones había una sección que se llamaba “La risa, remedio infalible”. Muy cierta esa aseveración; la risa todo lo cura.

Incluyamos el lenguaje del humor en nuestra vida cotidiana, porque la risa es la manifestación más evidente de una vida plena y feliz.