Durante siglos y milenios, las personas que se aman (o no) se han unido en matrimonio.

Un sacerdote, un ministro, un pastor, un rabino, un juez, un notario o incluso un capitán de barco, entre otros, tienen la autoridad para casar a una pareja.

Esta es una costumbre que se remonta a los inicios de la civilización en la antigua Mesopotamia, hace unos 4000 años antes de Cristo. La prueba de ello ha sido el descubrimiento de una tablilla de arcilla de aquella época que establecía cuáles debían ser los deberes de la esposa y el castigo que ella recibiría en caso de ser infiel a su marido. Era, en realidad, un contrato entre el padre de la novia y el yerno.

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Bajo el derecho romano, la unión entre un hombre y una mujer adoptó una forma más parecida a la que conocemos hoy, en la que debía existir el consentimiento mutuo, aunque se sabe que siempre hubo enlaces concertados por interés, como sigue ocurriendo hoy en día. Lo interesante aquí es el nombre ‘matrimonio’ para describir ese acto de unión permanente entre dos personas.

La palabra ‘matrimonio’ proviene del latín y se asocia con el concepto de 'madre' (‘mater’). El nombre asociado a la mujer podría dar la impresión de que, en aquel momento de la historia, finalmente se reconocía su valor dentro de la relación. Sin embargo, la realidad no era tan igualitaria, ya que el concepto de casarse se vinculaba con la idea de que la mujer tendría reconocimiento social para ser madre de los descendientes de un hombre.

El origen etimológico completo proviene de matrimonium, que significa literalmente “condición de madre”, y se contrapone a patrimonium, es decir, el conjunto de bienes heredados del padre. Mientras que el patrimonio se relaciona con la riqueza y la herencia material, el matrimonio se vincula con la descendencia y la perpetuación familiar. En otras palabras, una palabra hablaba del dinero y la otra, de la vida.

Y aquí está el detalle curioso: en nuestra lengua, cuando alguien se casa, no se une en patrimonio, sino en matrimonio. Es decir, el contrato más importante de la vida no gira en torno a los bienes, sino al vínculo humano.

El matrimonio, con todo su simbolismo religioso, legal y emocional, ha ido transformándose a lo largo de los siglos. De ser un acuerdo entre familias o un asunto de conveniencia, pasó a ser un acto de amor (al menos en teoría). Pero todavía arrastramos vestigios de su pasado contractual: los anillos, los votos, las promesas de fidelidad y hasta las cláusulas de divorcio son recordatorios de que esta institución nació entre escrituras y sellos oficiales.

Curiosamente, la palabra patrimonio sobrevivió con un prestigio que el matrimonio no siempre conserva. Hablamos con orgullo del “patrimonio cultural”, “patrimonio nacional” o “patrimonio familiar”, pero pocas veces del “matrimonio feliz” sin que alguien haga un chiste. Tal vez porque lo que se hereda, se cuida; mientras que lo que se ama, se trabaja cada día.

Y sin embargo, la lengua conserva una sabiduría antigua: el matrimonio, más que un contrato o un intercambio, es una promesa. No se trata de juntar fortunas, sino de compartir proyectos, alegrías y desafíos. Es, en esencia, una unión de voluntades, no de bienes.

Así que la próxima vez que escuches que alguien “se une en matrimonio”, recuerda que esa expresión tiene detrás miles de años de historia, y que no dice “se une en patrimonio” por una razón poderosa: el verdadero valor de una pareja no está en lo que poseen, sino en lo que construyen juntos.