El salón estaba sin aire acondicionado hace más de un mes. Aún así, cumplíamos con lo acordado diciendo presente. Hace tres meses hicimos el compromiso de encontrarnos todos los viernes a la una de la tarde donde tomarían los talleres que ofrezco con el fin de culminar con la certificación, que ya se acercaba.

Esta vez fue importante reconocerlos y dejarles saber lo sorprendida que estaba al ver que su asistencia era impecable a pesar de los pronósticos de exceso de calor jamás vistos en la isla.

Pero además de con extremo calor, quedé con un pasme sin remedio porque veinte confinados seguían eligiendo asistir a pesar de los desafíos.

En el penúltimo taller ya se anunciaban las expresiones de gratitud que florecían mutuamente y que ocurren en todos los grupos por la unión ineludible que se forma de manera espontánea cuando las personas se reúnen con el fin de crecer y convertirse en una mejor versión de sí mismos cada día. Mientras me hablaban, pude detener la estampa que, plantada de frente, me ofrecía más información que la evidente. Sus rostros, las sonrisas, las miradas, y el lenguaje corporal demostraban que habían cambiado.

De algún modo, algunos más que otros, evolucionaron. Demostraban la seguridad de que habían aprovechado la oportunidad dada de tomar una decisión y dejar atrás, lo que ya no les sirve.

La culpa, la queja, las reacciones que les causan más dolor y problemas, quedaron atrás. Dicho por ellos, y demostrado por sutiles cambios de elecciones diarias sobre qué pensar, qué decir y qué hacer.

“Nunca los olvidaré.” Les pude decir con la certeza que ocurre cuando podemos dejar a un lado los prejuicios que nos separan unos de otros.

Ellos jamás sabrán lo mucho que me han enseñado, sobre todo, a acercarme a amar como los caminos espirituales inspiran a hacer.

Para seguir con pasos firmes y fuerza, con el fin de ser mejores cada día, sólo hace falta decidirlo.