El origen “retorcido” de las calabazas de Halloween: una historia que es de terror y coincidencias
De los ritos celtas y la leyenda de “Jack el Tacaño” al icono comunitario que está en todo el mundo.

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Detrás del clásico farol tallado hay una historia que mezcla celebraciones agrícolas, creencias populares y literatura: de los nabos y remolachas de Samhain a las calabazas norteamericanas, el símbolo evolucionó durante siglos hasta volverse emblema de Halloween.
Durante décadas, tallar calabazas ha sido una tradición otoñal muy querida en Estados Unidos, pero su origen se remonta a las viejas costumbres europeas más que a relatos modernos de terror.
El gesto de usar un fruto o tubérculo redondo para representar un rostro humano aparece en culturas celtas del norte de Europa y cobró fuerza durante la fiesta de Samhain (1 de noviembre), cuya víspera se creía que acercaba a vivos y muertos. Para espantar almas inquietas, la gente se disfrazaba y tallaba caras aterradoras en remolachas, papas o, sobre todo, nabos recién cosechados.
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Además del componente ritual, había una razón práctica: las linternas de metal eran costosas, así que se vaciaban tubérculos para poner fuego dentro; con el tiempo, se abrieron agujeros y se tallaron rostros para que la luz escapara sin apagarse.
La huella material de esa tradición puede verse en Irlanda: el Museo Nacional Vida Rural conserva un molde de yeso de un “nabo fantasma” de comienzos del siglo XX, con dientes afilados y cuencas siniestras, testimonio de cómo lucían aquellos faroles.
El término “Jack-o’-Lantern” tampoco nació con las calabazas. En la Gran Bretaña del siglo XVII, Jack se designaba genéricamente a un hombre desconocido, y al vigilante nocturno se le decía Jack-of-the-Lantern (“Jack de la linterna”).
A ese trasfondo se sumó una leyenda del siglo XVIII: Stingy Jack (Jack el Tacaño) engaña dos veces al diablo y, al morir, queda sin cielo ni infierno. Condenado a vagar, recibe una brasa para alumbrarse y la guarda en un nabo ahuecado: de ahí el apodo Jack-of-the-Lantern. La historia, además, funcionaba como advertencia moral.
Con la electrificación de Irlanda en la década de 1930, el mito perdió fuerza: las nuevas luces restaron misterio a esos resplandores nocturnos y, con ello, a muchas historias asociadas.
Para entonces, el símbolo ya se había arraigado en Estados Unidos. La literatura lo impulsó: Nathaniel Hawthorne mencionó estas linternas en 1835 y 1852; Harper’s Weekly publicó en 1867 una imagen asociada; y la figura cobró vuelo popular con “La leyenda de Sleepy Hollow”, donde el jinete sin cabeza lanzó al imaginario colectivo la calabaza como estampa del miedo.
Desde finales del siglo XIX, las calabazas talladas dominaron entradas y reuniones de Halloween y con el tiempo pasaron de adorno inquietante a señal de festividad: hoy, en muchos barrios, una calabaza encendida indica que la casa participa del “truco o trato” y refuerza la idea de una comunidad unida.

