Si The Grand Budapest Hotel no es el mejor filme de Wes Anderson –algo que no podría declarar sino hasta revisitarlo en dos o más ocasiones-, ciertamente es el más refinado de su filmografía. La película goza de una minuciosa elegancia que se extiende, desde los movimientos de cámara y la impecable dirección artística, hasta la escalonada elaboración estructural del guión y la armonía histriónica que destila el mejor y más nutrido elenco que haya aparecido en una de las obras del cineasta estadounidense.

Aquellos que no disfruten del distintivo estilo de Anderson, esta nueva obra no los hará cambiar de parecer, aun cuando aquí refuerza lo que ha sido evidente para sus admiradores en sus últimos tres trabajos. Con Fantastic Mr. Fox, Moonrise Kingdom y ahora The Grand Budapest Hotel, el director ha demostrado un crecimiento artístico en el que no ha buscado necesariamente evolucionar su modo de hacer cine sino perfeccionarlo. Su éxito tanto crítico como taquillero le han otorgado un mayor poder adquisitivo que le proveen más herramientas para confeccionar sus simpáticas historias –como la delicada integración de animación “stop-motion” así como la construcción detalladas miniaturas- y le han valido el respeto de los actores que siempre regresan a trabajar con él por más mínimo que parezca el papel.

Esta es quizá de la película más “wesandersiana” que ha realizado, y tanto sus defensores como detractores saben exactamente lo que esto principalmente significa: formalismo extremo agresivamente estilizado, una abundancia de diseños kitsch que apuntan a tiempos pasados, extensos y calculados tiros “Dolly” simétricamente encuadrados en los que personajes mayormente sofisticados buscan defender o escapar de los mundos que habitan. En este caso, se trata de “Gustav M.”, el concierge  del hotel Grand Budapest ubicado en la república de Zubrowka, localidad de Europa occidental inventada por Anderson para situar esta divertida y melancólica aventura cargada del aura de nostalgia que suele emanar de sus obras.  


La historia de “Gustav M.” es una de cuatro narrativas que Anderson –basándose en los libros del autor austriaco Stefan Zweig- hilvana sofisticadamente como si tratase de una muñeca rusa. El cinematógrafo Robert D. Yeoman se encarga de diferenciar cada tiempo cambiando de formato de película, empezando por uno más amplio y moderno hasta llegar a uno más cuadrado con el que resalta la verticalidad de las espléndidas composiciones de tiros de Anderson. Empezamos en el presente y nos movemos hacia atrás en el tiempo a un viejo autor en la década del 80 (Tom Wilkinson) que rememora un encuentro que tuvo con el dueño del Grand Budapest en los 60 (F. Murray Abraham), que a su vez le cuenta a la versión joven del autor (Jude Law) cómo se convirtió en el propietario del hotel.

Es así como llegamos a 1932, cuando se desarrolla el grueso de la trama con aires de misterio de Agatha Christie, que envuelve el robo de una valiosa pintura y la llegada de un régimen totalitario que anticipa el inicio de un conflicto bélico mundial. “Gustav M.” es interpretado por Ralph Fiennes como el malhablado más fino en la historia hotelera, un absoluto perfeccionista (como Anderson) a la hora de ejercer su oficio que incluye acostarse con las viejitas adineradas que frecuentan el hospedaje. Fiennes se adueña de la película con su comiquísima actuación, una que lo fuerza a cambiar constantemente y de un segundo a otro de la formalidad a la inigualable expresión de profanidades que demostró en In Bruges. Es un trabajo tan diferente para el actor británico que inmediatamente la eleva no solo como una de sus mejores sino la más memorable de entre los protagonistas del canon de Anderson.

A su lado siempre está su aprendiz “Zero”, el botones que se convertirá en el dueño del hotel, interpretado por el novato Tony Revolori. El joven actor se une a Fiennes para formar un travieso binomio que se encarga de proveer tanto las mejores risas como la sutil tristeza que yace en el subtexto. El competente dúo –y cabe mencionar lo bien que se desempeña Revolori junto a un veterano como Fiennes- se suma a una amplia selección de artistas que han colaborado anteriormente con Anderson, pero descubrir los papeles –a veces, pequeñísimos- que interpretan es gran parte de la diversión, por lo que no diré de quiénes se trata, solo que todos dejan una agradable impresión.  

A tono con el lamento por el fin de una época pasada y las virtudes de esta –aun siendo muy graciosa, esta es la oferta más sombría de Anderson-, el filme reverencia visual y espiritualmente al cine del pasado, como el convento en Black Narcissus, de Powell & Pressburger, y una referencia directa a The Earrings of Madame de…, de Max Ophüls, pero particularmente evoca el de Ernest Lubitsch, otro gran cineasta que supo cómo mofarse del fascismo en películas tan magníficas como To Be or Not to Be. Sin embargo, aunque sus influencias son perceptibles, The Grand Budapest Hotel se siente única y original. Basta con ver cinco segundos para saber que se trata de una obra de Anderson de pies a cabeza. Como dije al principio, quizá su mejor.