Ángel Efrén Arroyo Torres partió a la eternidad igual que cómo vivió. Sin despedirse. Era sigiloso. Llegaba o se retiraba sin mucho aspaviento. Una sonrisa, un movimiento de cabeza con un tenue hola, era más que suficiente para introducirse. A la hora de marchar, muchas veces, simplemente, desaparecía.

No se ajustaba a los protocolos. Era él. Sencillamente, él y sus circunstancias. Conversador, entregado si el tema le apasionaba.

Historia, política, música, pero sobre todo, anécdotas. En un sobre mesa me confesó que lo bautizaron en la iglesia católica del barrio Ángeles de Utuado. Nunca supo por qué, pues no tenía a nadie conocido ni asociado al lugar.

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Sabía escuchar. Talento poco cultivado hoy día, ya que no se presta el oído a la hora de una conversación, pues se está más interesado en buscar algo que desluzca a cualquier acompañante en una mesa, con tal de lucir superior. Efrén tenía ese talento para, además, decir lo acertado. Sus comentarios eran como un dardo que daba en el centro. Lo decía serio o con humor, pero siempre era la pieza correcta.

No hablaba de más. Usted no lo veía en conversaciones de conspiración. Tampoco para menospreciar a nadie. El bochinche no estaba en su menú.

Era una persona con contradicciones. Aunque admitía ser no creyente, Efrén conocía la Palabra. Practicaba de forma ejemplar ayudar a otros. Lo hacía sin ningún interés. Daba la milla extra en reportajes que impactaban vidas o comunidades. Son innumerables las historias en que daba su mano amiga, al tiempo que prestaba su micrófono para ayudar a subsanar esas injusticias que el estado no resolvía.

Le hacía honor a su primer nombre. Fue un ángel para muchos. Se derretía por los niños. Nunca lo dijo, pero sus acciones lo delataban. Ayudó a los integrantes de la banda de Guayanilla a poder llegar a Pasadena, California. A los estudiantes de Barranquitas, a quienes poco a poco ayudó a conseguir instrumentos musicales y los dio a conocer tras un montaje espectacular de un número de la obra “Hamilton”. De Alejandro, el niño con problemas de salud, de quién dijo: “¡Alejandro es mi amigo y tienes que ayudarlo!”.

Su desencanto con la “religión” tal vez se remonta a los años 80. Denunció con valentía a los lobos disfrazados de ovejas. Al “hermano Fermín” o aquel que se cambió el nombre por “Amós”. Falsos profetas que se aprovecharon de su “don” de palabra para tergiversar, engañar a incautos que cayeron como corderos.

Su serie “Tabú”, fue muy reveladora. Desnudó a mercaderes del templo. Por su trabajo, fue perseguido. Por decir la verdad y romper mitos fue despedido del empleo. Fueron días de oscuridad. Se sintió solo y pocos lo respaldaron. Pero Efrén no se rindió. Su verticalidad fue la vara que lo sostuvo y le permitió seguir adelante.

Los lujos no le atraían. La fama tampoco. No estaba pendiente a los “likes” de las redes sociales o convertirse en un periodista “influencer”. Era bohemio. Divertido. Poeta y si el alcohol ayudaba, cantaba. Bajito, para no llamar la atención.

Era el hombre que se metía la mano en el bolsillo y completaba el pago de alguien en el supermercado o en la barra de la esquina. El que le daba gabanes a Kefrén y Elwood Cruz para que realizaran sus pruebas iniciales en el medio electrónico de la televisión. El que me dio un abrazo silente cuando Keylla partió.

Voy a extrañar a mi amigo. El que confesaba ser no creyente, pero que pasmosamente practicó en actos y obra lo que el maestro promulgó hace 2,000 años. Prefiero pensar que no renunció, más bien guardó la fe en un rincón profundo de su corazón, más no la olvidó del todo. Puerto Rico no perdió tan solo a un periodista, poeta, maestro y amigo. Perdimos un excelente ser humano. De esos que ya comienzan a escasear en la faz de la tierra. ¡Te voy a echar de menos, Ángel Efrén!