El progreso, no siempre lo es…

No hay duda de que la tecnología nos ha facilitado muchísimo la comunicación. Ahora, cuando quieres hablar con tu pariente que vive a miles de millas de distancia, solo te toma unos segundos escribirle un mensaje de texto en tu celular. Atrás quedaron aquellas llamadas carísimas de larga distancia, en que tenías que estar pendiente a los minutos para que la factura del teléfono no te dejara en la prángana. Ahora puedes llamar desde tu teléfono móvil, verle la cara a tu ser querido y hablar por horas y horas, sin que te cueste un centavo adicional. Eso es magnífico.

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Sin embargo, lo cierto es que lo que se ha ganado en eficiencia se ha perdido en profundidad. La comunicación ahora es rápida, pero desechable.

Recuerdo cuando, en mi juventud, la comunicación era por cartas. Si tenía una noviecita que vivía en otro pueblo de la isla, era mejor cartearse que llamar por teléfono, porque esas llamadas tenían tarifas de larga distancia. Así que sacabas el tiempo para buscar papel y bolígrafo, sentarte en algún lugar de tu casa y escribir una carta.

Algunas eran de varias hojas. Siempre comenzaban con un saludo y terminaban con una despedida. En los párrafos centrales, le hablabas de las cosas que habían pasado en tu día, de tus sentimientos, de tus planes. Le hacías historias de las experiencias que te habían sucedido. Elaborabas sobre el cariño que le tenías a esa persona. En las cartas, el alma se abría en su totalidad y reflejaban, a profundidad, tu manera de pensar y de sentir.

Por otro lado, tenías que ser muy cuidadoso al escribir. Pensabas primero lo que querías decir, y entonces plasmabas tus palabras para que la otra persona interpretara, sin ambigüedades, tus ideas. No había ‘emojis’ para ayudarte a establecer el tono. Las palabras eran tu única herramienta de expresión. Nos convertíamos en buenos redactores.

Y, entonces, estaba la espera de la respuesta. Mirabas por la ventana, a la hora en que el cartero solía pasar, para ir corriendo al buzón a ver si tu carta había llegado. Cuando veías ese sobre tan deseado, la emoción era indescriptible. ¿Qué me dirá en la carta? ¿Qué historias me contará? ¿Me seguirá queriendo? ¿Cuál será la respuesta a la pregunta que le hice?

Todo era suspenso. En ocasiones, el sobre venía acompañado del olor al perfume de tu ser querido. ¿Cuántas veces no te pegaste la carta a la nariz, con los ojos cerrados, para sentir que esa persona estaba a tu lado?

Luego, abrir el sobre, sacar la carta y devorar las palabras, como si fuera un libro de cuento de Gabriel García Márquez. Una misma carta, si llegaba a emocionarte, podías leerla y releerla, una y otra vez. Algunas de esas misivas las leías en voz alta para compartir el contenido con tu familia o amistades. Era un momento de todos sentarse a escuchar y a comentar.

Luego, esas cartas quedaban guardadas como un documento histórico de tu vida. Debes tener varias acumuladas en algún lugar de tu casa. Desempolvarlas y volverlas a leer te remontan a ese momento. Vuelven a aflorar los recuerdos y las emociones. Te sientes en contacto, nuevamente, con aquella persona que ha tenido un protagonismo en tu vida.

La magia de las cartas es maravillosa. Aunque hoy vivamos en una época diferente, aún existe el papel, el bolígrafo, el sobre, el sello y el cartero. A ese ser que quieres, escríbele hoy una carta. Plasma en papel y para siempre la profundidad de tus pensamientos…

Hazlo.