Muchos tendríamos que agradecer el efecto de la chancleta voladora, un artefacto que las madres -algunas, no todas- disparaban al aire confiando acertar el tiro y que éste enderezara comportamientos y malos pensamientos. Eran los tiempos en que se corregía con un amor tan duro como el hierro, un sentimiento profundo, pero igualmente decidido a desdoblar cualquier amago de sinvergüencería que se nos asomara por el cuerpo. Así nos criaban, y había que andarse derechito.

Corregir era, principalmente, tarea de las mujeres -madres y abuelas- seguramente porque tendrían más sabiduría y maña para realizar el ejercicio de enderezar entuertos.

Aquella chancla, unas veces de goma y otras de un cuero recio color marrón, se desplazaba con una rapidez impresionante frente a quien fuera y atinaba con fuerza y precisión. A las madres expertas en el tiro de chancleta no le importaba quién estuviera presente al momento de la reprimenda, lo de ellas era corregir en el momento. Así las cosas, las chanclas volaban como pelota en campo de fútbol por las marquesinas, en las salas, en balcones; hasta alzaban vuelo en plena calle si era necesario.

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En otros casos, como en el mío, se optaba por el halón de orejas. Torcían el chicho -correctamente llamado lóbulo- hacia delante o hacia detrás con una destreza del carajo y del más allá que sacaba lágrimas y borraba cualquier intención, por más lejana que fuera, de portarse mal.

En otras casas se agitaba una varita de cualquier planta sembrada en el patio y mientras la deshojaban lentamente el posible receptor lloraba pensando en el azote, que dolía y picaba a la vez. Sólo de verla te portabas bien, requetebién. También estaba la mirada penetrante, cuando te clavaban los ojos y los abrían de tal manera que se espantaba cualquier indicio de malacrianza. Ya sabíamos lo que nos venía pa’ encima.

Lo cierto es que nos corregían como fuera. Los métodos de crianza eran distintos. Amor y sopetón era la receta para que nos enfocáramos en el camino del bien, para que nos convirtiéramos en buenos ciudadanos, con los principios en su lugar y correctamente portaditos.

Pues, como les dije al principio, deberíamos agradecer que esa crianza con la que no estamos de acuerdo en los tiempos modernos porque repudiamos con toda el alma cualquier tipo de violencia, surtió su efecto y permitió que desfiláramos rectitos hacia lo que somos hoy. Y aunque el Día de Acción de Gracias fue ayer, todavía estamos a tiempo de reflexionar en esa labor de reprender y agradecer que, aunque ruda y arcaica, logró su cometido. A muchos nos vino bien y hoy lo recordamos y hasta nos reímos con el “mental picture” protagonizado por mamá o por abuela.

A otros les hizo falta la chancleta voladora en su vida. Tuvieron una crianza blandita, donde todo se le perdonaba y se les reían las gracias. Conozco muchos que hicieron barbaridades y, precisamente, como bárbaros crecieron y viven hoy. Caminaron siempre virados y más virados están ahora, en plena adultez.

Pero son otros tiempos, la violencia NO debe existir y es necesario recurrir a otras formas y otros métodos que no conlleven bimbazos que produzcan daño, ni a corto ni a largo plazo. Eso sí, hay que corregir, fomentar el buen comportamiento, los modales, el respeto, la decencia y el buen vivir. Esa es la parte difícil y retante de amar a los hijos, especialmente a los nacidos en este siglo. Pero por ahí vamos, con buena intención y sin la chancleta.