La abuelitud nos bendice por segunda vez y con ella llegan los retos que enfrentamos los abuelos en estos tiempos, que son muy distintos a la época en que parimos a nuestros hijos. Distintísimos.

Nuestra primera nieta nació en el 2020, lo que me convirtió en una abuela pandemial. El COVID me robó el derecho a esperar en la sala de partos, a recibir a mi hija en su cuarto de hospital, abrazarla, acariciarla y darle una bienvenida amorosa al maravilloso mundo de la maternidad. Lo peor fue que ese virus espantoso nos privó de sostener a nuestra nieta en brazos durante dos meses que a mí se me hicieron tristes y largos. Me paraba -frenando las ganas- a varios pies de su cunita, disfrazada con una bata de papel azul espantosa, de esas que usan los médicos, “face shield” y mascarilla.

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“Catalina, no soy una extraterrestre, soy tu abuelita”, le decía entre lágrimas mientras me moría por agarrarla, colocármela al hombro y darle besitos y palmaditas en la espalda.

Pero bueno, sobrevivimos a fuerza de estrictos cuidados y aquí estamos, en espera de esa otra criaturita que ensanchará nuestra tribu y llenará nuestra casa con ese olor sabroso a algodón de azúcar con el que nacen los bebés.

El virus se ha minimizado, pero los retos siguen. Las preocupaciones giran en torno a la realidad que nos ha tocado: un mundo con los principios desencajados y con un estreñimiento económico que pone en jaque el derecho de los infantes a una vida mejor, a una mejor educación, a un mejor techo, a una mejor alimentación y a mejores cuidados médicos. ¡A todo lo mejor!

La labor de los abuelos se crece. Somos co-protagonistas en la vida de esa nueva vida. No basta con amar de lejitos, se requiere meter mano para ayudar a nuestros hijos porque están pasando el Niágara en bicicleta con las nuevas pautas de una sociedad que ha dado cuchucientas mil volteretas y en la que importan más las garambetas de un “gender reveal” que una cuentita de ahorros para estudiar.

¡Ay santo!, yo me quedo boba con esa vaina del “gender reveal” tan de moda. Todo se comercializa, hasta el descubrir el sexo con el que nacerá un bebé. Quedo eleta mirando en las redes ese barullo monumental, esos fiestones rimbombantes de globos con los supuestos colores de hembra o varón. Las decoraciones son exquisitas, pero deben haberse gastado una buena pasta que pudo servir para la matrícula de su escuelita o para la primera mensualidad. Cohetes que explotan con polvos azul o rosita, fuegos artificiales, cartuchos con confetis… Vaya, que ya no saben qué más inventarse.

Y sí, hay que celebrar. Es más, saber el sexo del bebé resulta conveniente para el gasto que conllevará su aterrizaje en este mundo. Pero yo soy de la época en que uno se sorprendía con lo que llegara, o se sabía y no se fiestaba. Es más, soy de aquellos tiempos en que celebrar un cumpleaños significaba picar un bizcochito. Mis nietas han tenido su “gender reveal”, pero ha sido un compartir sencillito, solamente con los abuelos, tías y tíos, una mesita linda y par de bombitas llenas a pulmón. Suficiente como para compartir ese momento con los padres, pero sin el gasto exagerado.

Lo verdaderamente importante, lo que nos toca a los abuelos y abuelas “pandemials”, es amarles con intensidad, inculcarles principios, alimentarles la autoestima, el alma y el espíritu. Y educarles, sobre todo, educarles.