Carlos Felipe Arturo Jorge Windsor Mountbatten, mejor conocido como Carlos III, rey de Inglaterra, ha tenido que visitar un hospital para recibir tratamiento por el agrandamiento de su próstata. La noticia me ha provocado un ataque de risa, no por el hecho de salud, que me parece sumamente serio, sino por el interés que muestran los medios en anunciar y comunicar una información pertinente a los recovecos de su real cuerpo. O sea, que los titulares sobre la próstata de Carlos III han recorrido el mundo entero, o por lo menos la mitad.

Cero privacidad. El hecho lo han anunciado en medios importantísimos, dándole foro a la información emitida en comunicado desde palacio. Sospecho que desean establecer un nivel de igualdad entre el Rey y los miles de hombres que atraviesan la misma situación. La diferencia estriba en que cuando eres don nadie, a nadie precisamente le importa, no hay hombro donde llorar, ni toneladas de mensajes con buena vibra. La cita médica y el tratamiento ocurren sin esa fanfarria mediática y se queda encapsulada en la intimidad.

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Volviendo a Carlos, me lo imagino con ese rostro de facciones compungidas que siempre tiene, muerto del miedo ante esos exámenes que conllevan un estudio anual de dedo enguantado y gelatinoso por el recto. Vamos, que a los reyes también debe atacarles el terror. Carlos no será el último y tampoco el primero de la realeza en temblar de pánico y vergüenza ante el urólogo.

El agrandamiento de la próstata puede ocasionar síntomas molestosos, pero por fortuna hay remedios para tratarse de inmediato, no como otras afecciones de mayor gravedad que se cuelan por esos recovecos.

Menos mal que tiene un hospital y un batallón de médicos a su servicio. La próstata del rey es VIP. Miles de hombres que sufren de lo mismo no tienen atención, porque no existen los servicios en los lugares donde viven y en otros casos porque los hay, pero no los pueden pagar. Fatal. Según la Sociedad Americana del Cáncer, uno de cada ocho hombres sufrirá de cáncer de la próstata. Les repito, es un asunto serio. Tan serio como lo que en mayor cantidad pasamos las mujeres con la visita al ginecólogo, la mamografía y el incómodo y antipático examen endovaginal, que mentalmente transcurre durante horas, aunque en realidad toma solamente unos minutos.

Pero bueno, que hay que guardar los miedos en el fondo del cajón y meterle mano a los chequeos de rigor que debemos practicarnos anualmente. A tiempo todo tiene remedio, o por lo menos alivio. El problema es que nos dejamos para último. Trabajo, hijos, familia, casa y compromisos van primero en esa lista en la que deberíamos figurar en el primer lugar. Enero es un buen mes para calendarizar el chequeo anual, que sea completo, desde la cabeza hasta los pies. Sobre todo, con la escasez de médicos y la saturación de las agendas de los que hay, lo que provoca que las citas sean meses después. En un abrir de ojos entramos en febrero y cuando vengamos a ver, ya estaremos despidiendo el año otra vez. Así que hay que mover el culete, sacudirse la modorra y actuar en beneficio de nuestro bienestar. No somos materia de titular, pero somos importantes y merecemos estar saludables.

Las mujeres somos, por alguna razón, más proactivas. Al toro por los cuernos es nuestra consigna, aunque nos dé terror visitar los médicos. Los hombres son un poco más vagonetas en el asunto, podríamos decir que le sacan el cuerpo. Pero hay que hacerlo, señores, hay que hacerlo.