A esa lectora, cuya madre ha partido al cielo, quiero decirle que no está sola. Que somos muchas las que vamos por la vida desmadradas, colgando de un hilo invisible porque de repente perdimos el suelo, abrazadas al recuerdo de esas manos, de esa voz y de esos besos.

Solamente nosotras conocemos el punzante dolor del destete maternal. Y no importa cuán creyentes seamos en la vida eterna y en el descanso en paz, ese dolor nos derriba, nos mete un sopetazo para el que nunca se está preparado. Nos tira al suelo y vamos arrastrando una pena que nos amarra el corazón. No hay lágrimas suficientes para llorar una madre. Es simple y sencillo: no las hay.

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Pero nos vamos acostumbrando, nos acomodamos a vivir con ese dolor presente y latente. Aprendemos a vivir con ellas en otro plano, mirando a ver si las encontramos, no sé, en una estrella, en una nube, en una flor. Les hablamos en voz alta, las pensamos y hasta imaginamos la conversación. Es como un arañazo, una raspadura enconada que obviamos para seguir funcionando a diario.

En mi caso fue quedarme sin norte. La brújula de mi mente tardó muchos años en nivelarse. La punzada se ha quedado en el alma, quieta, presente. Y desde entonces vivo con la lágrima asomada, añorando esa mano flaquita y huesuda que me agarraba con fuerza cuando más lo necesitaba. Vivo en honor a mi madre y espero estar a su altura, aunque creo que jamás lo lograré. No hay comparación alguna entre lo que soy y lo que ella fue... bueno, es, porque para mí - y me atrevo asegurar que para todas las que han perdido a su madre - ella sigue viva y me reconforta imaginarla revoloteando por aquí. Sí, ya sé, son cosas mías, pero cada cual carga la pérdida como puede y yo prefiero refugiarme en la fantasía de que mi madre se me aparece en la brisa fresquita que me sorprende en medio del calor o en el canto del pajarito que desde entonces visita mi terraza.

Confieso que en dos ocasiones he sentido un fuerte olor a gardenias. Estando sola esas dos veces, me he percatado de ese aroma dulzón que recuerdo perfectamente porque en la casa de mi mamá, alrededor del balcón enrejado, había gardenias a tutiplén que regalaban su aroma cuando nacían las flores blancas. La primera vez me asusté, pero así mismo me gustó. Respiré profunda y lentamente, y dije en voz alta: “mami, ¿eres tú? La segunda vez, unos años después, me quedé tranquila y quieta, muy quieta, intentando estirar el tiempo para que el aroma no se esfumara, y con él, la posibilidad de que mi madrecita santa, convertida en un ángel de alas de luz, me estuviera acompañando.

A mi madre le fascinaban los flamingos rosados. Le encantaban. Al final de sus días le dijo al amigo sicólogo que la visitaba que cuando cerraba los ojos veía flamingos, flamingos rosados. Al tiempo de morir mi madre fui con mi esposo y mis hijos a Disney. Empaqué mi dolor en la maleta y llegué con mi familia a Orlando. En el primer parque que visitamos, justo al entrar, una de mis hijas me tomó de la mano y me mostró un espacio precioso, grande, amplio. “¡Mami mira! ¡Los flamencos rosados de Bulita!”

Quizás, por eso los domingos de Madres me resultan un tanto extraños… los sentimientos se entremezclan. Y por más felices que seamos, siempre queremos llorar.