Previo a los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible establecidos por la Organización de las Naciones Unidas –que incluye a ONUSIDA, la estructura dedicada específicamente a abordar este tema– es importante consignar un asunto medular: el impacto de esta pandemia activa en comunidades diversas alrededor del mundo.

No se puede poner fin a la epidemia de sida sin satisfacer las necesidades de las personas que viven con el VIH y que están afectadas por el virus, y sin abordar las cuestiones determinantes relacionadas con la salud y la vulnerabilidad.

Las perspectivas sobre el concepto de comunidad cambian de acuerdo con las circunstancias de quienes viven con el virus y, por ende, comparten el amplio espacio de la vida en sociedad. Asimismo, esos espacios se crean, a veces, de forma orgánica; en otras, surgen como una estructura definida. La comunidad, por tanto, se convierte en un referente importante para manejar su condición de manera exitosa y, al mismo tiempo, asumir su rol social. En el caso de los pacientes –dice ONUSIDA– “a menudo pertenecen a comunidades frágiles y son discriminadas y marginadas. Son víctimas de la desigualdad, por lo que sus preocupaciones deben ocupar un papel central en los esfuerzos por lograr un desarrollo sostenible”.

Crear comunidad desde el espacio de cuidado

En ese sentido, la doctora Angélica Santiago Ruiz –coordinadora del programa de VIH en el Concilio de Salud Integral de Loíza (CSILO)– es defensora absoluta de los grupos de apoyo como una herramienta efectiva para dos propósitos: en principio, reforzar la adherencia al tratamiento y, además, crear un espacio común para enfrentar la vida con todos sus defectos y virtudes.

“Siempre se trabaja con el estigma y la autoestima, porque son dos temas recurrentes”, explicó Santiago Ruiz. “En el grupo [de apoyo], se realizan actividades educativas y también sociales, en las que nuestros participantes comparten sus experiencias fuera de la clínica y les sirve para compartir más allá del diagnóstico, aunque es un tema inevitable”, admitió.

Junto con su equipo de trabajo –que incluye a un psicólogo, una manejadora de casos, una nutricionista y otro personal de apoyo–, la doctora coordina actividades para crear vínculos en la comunidad de pacientes, algo que funciona como un recurso útil para ventilar las situaciones cotidianas como para crear proyectos de vida más allá de su condición.

“Aprovechamos cada oportunidad para recalcar lo importante que es el amor propio, la satisfacción con sus propias circunstancias y, por supuesto, seguir con su tratamiento para que puedan lograr sus metas personales”, destacó.

“Las intervenciones son repetitivas, eso sí. Hay que reforzarles la importancia de seguir adelante con su vida una y otra vez. Siempre pasa que, en algún momento, cualquier comentario o situación que les pase puede servir como un [detonante]”, señaló. En ese momento, Santiago Ruiz resaltó que el apoyo de su equipo de trabajo es crucial, sobre todo cuando un participante quiere iniciar una relación de pareja.

“En esos casos, el grupo de apoyo está ahí para ayudarle a expresar su deseo de compartir con alguien sin pensar en su condición. Si siente la necesidad de revelar su diagnóstico, le acompañamos en el proceso. Por eso es importante recalcar y repetir, en todas nuestras intervenciones como grupo, que tener un espacio en el que puedas expresarte abiertamente y te sientas con la confianza de abordar esos temas es necesario. Sí, tienes un diagnóstico, pero la vida sigue y tienes que vivirla”, apuntó.

Participar en comunidad para manejar la vida

Camilo Suárez –nombre ficticio– tiene 53 años. En febrero del próximo año, cumplirá 23 años viviendo con VIH. “Créeme, no ha sido fácil”, admite al iniciar la conversación. “Estaba muy bien en mi trabajo, tenía una pareja estable y muchos planes…”, aseguró.

Al estar en un espacio de cuidado coordinado para pacientes diagnosticados con esta condición, Camilo pudo navegar los procesos más difíciles con el apoyo de un grupo comunitario que se reunía todos los miércoles por la noche. “A principio, te explicaban que los medicamentos podían causarte otros problemas que no te permitieran vivir con normalidad, como náuseas o diarrea, sueños extraños, un montón de síntomas”, recordó.

Además, Camilo descubrió que, en ese espacio, podía sentirse cómodo porque estaba rodeado de gente que estaba viviendo su misma experiencia. Sin embargo, admite que, al principio, tuvo miedo de exponerse. “Romper el hielo fue bien difícil. Uno siente mucha vergüenza, pero me di cuenta que (quedarme) callado era peor. Un día empecé a hablar, y desde entonces no he parado”, dijo, soltando una carcajada.

Para este paciente, la experiencia de compartir en ese espacio sus vivencias, sus frustraciones y sus esperanzas fue lo mejor que le pudo pasar. Según recordó, todos los meses había actividades y los participantes iban y venían –algunos por razones de tiempo, otros porque “tenían que manejar sus (asuntos) y no se sentían cómodos hablando en grupo”.

Sin embargo, para él ya era una herramienta necesaria.

“Es importante porque creas un espacio en común, con gente que entiende lo que estás pasando, y con personas que te informan sobre los nuevos temas relacionados con la condición y te orientan sobre los derechos que tenemos como ciudadanos y como pacientes”, recalcó.

Hace siete años, Camilo y su pareja decidieron mudarse a los Estados Unidos. Tan pronto comenzó en su nuevo espacio de tratamiento, se integró al grupo de apoyo para ajustarse a una vida diferente y en una etapa distinta de su condición.

“Ahí, con mi inglés machuca’o, me defendí como pude y me hice amigo de un par de personas que me ayudaron a adaptarme mejor”, confesó, risueño.

“Eso me ha ayudado mucho [en esta etapa] y ojalá que pueda seguir apoyando sobre todo a los pacientes nuevos, porque ese momento siempre es duro de enfrentar si no tienes a alguien con quien contar”, finalizó.