En Saturday Night Live, Benito dijo que los “americanos” tienen cuatro meses para aprender español antes de su presentación en el espectáculo de medio tiempo del Super Bowl. El idioma que hablamos —el nuestro— sonará en el escenario más visto del planeta.

Este anuncio no es casualidad. Con el Apple Music Super Bowl LX fijado para el 8 de febrero de 2026 en Santa Clara, California, Bad Bunny no solo pisa fuerte en la industria: lleva consigo una bandera lingüística. Él no canta neutro ni en un español genérico; canta lo que habla, lo que oye en la calle, lo que siente en el pecho. Esa autenticidad provoca ruido en un mundo donde aún se cree que el español es un accesorio, no un protagonista.

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Imagine la escena: millones de espectadores —muchos sin haber dicho más que un “hola”— atentos a un artista que no va a traducir. La frase de “cuatro meses” funciona porque toca algo sensible: la arrogancia lingüística de pensar que el inglés es el centro del universo. Pero ese universo ya cambió.

Claro, hubo reacciones encontradas. Algunos lo celebraron con orgullo; otros se indignaron. En redes se desató el debate: “¿Por qué tenemos que aprender español?” La respuesta es sencilla: porque el español ya está aquí. No llega de visita; vive en las calles de Nueva York, en los menús de Los Ángeles, en las canciones que suenan en Texas. Bad Bunny no trae nada nuevo: solo enciende la luz donde ya existía vida.

Dr. Gabriel Paizy
Dr. Gabriel Paizy (Primera Hora)

Más allá de la broma, su gesto tiene un valor enorme. No se trata de imponer un idioma, sino de reivindicarlo. El español de Benito no es el del diccionario de la Real Academia; es el de la esquina, el del barrio, el que baila con el inglés y se atreve a inventar. Y aunque algunos frunzan el ceño, hay que reconocerle algo: ha logrado que el mundo repita palabras que solo nosotros usábamos.

Gracias a él, medio planeta sabe lo que significa pichea o perreo. La “r” guillá del boricua ya suena en playlists de Tokio y Berlín. Con su música, Bad Bunny ha expandido el español nuestro y lo ha vuelto pop, cotidiano, global.

El Super Bowl, en ese sentido, no es un premio: es una vitrina. Millones escucharán un español distinto al de los noticieros o las telenovelas; un español caribeño, con arena, ritmo y mar. A algunos les chocará; a otros les encantará. A todos, les resultará imposible ignorarlo. Y eso, para el idioma, es una ganancia.

Los puristas dirán que ese español se “contamina” con anglicismos y jerga. Pero el idioma vive porque cambia. Si se congela, muere. Hay que cuidar la norma, sí, pero también aceptar que el lenguaje se transforma con la vida. Lo importante no es hablar perfecto, sino hablar con identidad.

Quizás esos cuatro meses que Benito concedió no basten para hablar con fluidez, pero sí para aprender lo esencial: una frase de saludo, un gesto de cariño, una palabra con “ñ” bien dicha. Si en febrero alguien en Idaho dice “¡Qué brutal!” con una sonrisa, o en Dallas diferencian año de ano, ya habremos ganado. No por dominar, sino por compartir.

Porque al final, el idioma no es frontera: es puente. Y cuando un boricua lo lleva al escenario más grande del mundo, no lo hace solo por él, sino por todos los que alguna vez se sintieron pequeños por hablarlo.

En buen español: no se trata de que el mundo aprenda nuestro idioma, sino de que entienda lo que representamos cuando lo hablamos —identidad, ritmo y orgullo.