Al paso que vamos, mis hijos varones -uno acabado de graduar y en busca de trabajo y otro cursando su último año universitario- corren el riesgo de quedarse en casa “per secula seculorum”, o sea, pa’ siempre. Digo, a menos que decidan vivir en una caseta de campaña que puedan ubicar en alguna parcela de brea con boquetes patrios incluidos.

No hay casas para ellos. Bueno, las hay, pero pocas y a precios astronómicos. Quienes deciden comprar atraviesan un vía crucis mientras peregrinan por los clasificados, ya sea solos o con la mentoría de un buen profesional de los bienes raíces. Las listas contienen precios de ventas que hacen que uno sienta un amago de soponcio. Algunas residencias muy lindas, cómodas, buenas, en los bajos tal o cual. Otras, convertidas en un cachivache con posibilidad de arreglo si usted tiene suficiente dinero, imaginación y, sobre todo, paciencia.

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Hace unos meses visité una de estas propiedades con mi hija y su esposo. Tenía un precio razonable y las fotos mostraban un espacio bastante cómodo, aunque con necesidad urgente de arreglos, muchos arreglos. Pero bueno, parecían a nivel de pespunte y trutrú, o sea, nada que no pudieran hacer ahorrando y poco a poco. “Makeover” le llaman ahora.

Entusiasmados e ilusionados acudimos a la cita, pero el alboroto y el júbilo se nos quitó tan pronto nos encontramos frente a ese adefesio que no correspondía en nada a las fotos que llamaron nuestra atención. Era un avechucho, un combo de moho y comején, vaya, una sambumbia épica a la que se sumaba un techo de terraza roto y unas alfombras que había que arrancar ipso facto. Quien tenga unos cien mil dolaritos podría tirarse la maroma de destruirlo todo y construir otra vez en ese vecindario que es familiar y céntrico. Pero mis hijos no. Salimos corriendo como puerca robá, como vieja sin refajo y sin mirar atrás para no quedar convertidos en estatuas de sal.

Mi otra hija, quien vive rentada, se devora los clasificados a diario buscando un apartamento que pueda comprar con lo que su bolsillo puede pagar. Es una profesional que trabaja duro y aún así se le hace difícil asumir los costes del infinito y más allá. Y no crea usted que andan buscando palacios, no, lo que buscan son propiedades céntricas, seguras, que puedan arreglar y vivir en bienestar. Para quienes rentan, el reto es más duro, duro e inmisericorde, porque tienen que ahorrar por encima de lo que ya pagan de renta. Uf.

Pero regresemos a mis hijos de ventipiquitos, quienes seguramente atraviesan lo que pasan miles de hijas e hijos en Puerto Rico. Un sueldo “normalito” -cuando consigan el trabajo- no da para renta, agua, luz, teléfono, comida, gasolina, internet, que son los gastos basiquitos de quien empieza sin posibilidad de chuparse un pirulí.

Las posibilidades económicas no estiran a menos que un golpe de suerte les permita ganar un poco más y conseguir una vivienda que se ajuste a sus medios y necesidades. Por eso es que le digo que a esta generación a la que le llaman Z -o Generación Cristal- y que nacieron del 2000 en adelante, la tendremos en casa sabrá Dios por cuánto tiempo hasta que puedan desenvolverse y adquirir o rentar una propiedad.

A nosotros no nos molesta, a pesar de que comen como termitas y no le han metido el diente a la nevera porque es de “stainless steel”. Es un deber de amor respaldarlos hasta que puedan ser independientes. A fin de cuentas, el amor a los hijos debe incluir la solidaridad.