“Pancha plancha con cuatro planchas. ¿Con cuántas planchas plancha Pancha?”. Pues mire usted, que Pancha plancha si le da la gana, si le provoca placer estirar las esquinitas de la tela, amasar cualquier borde rebelde, prensarla con el peso del aparato y bañarlas con vapor hasta que queden a su gusto, perfectísimas. Y si por el contrario no le gusta, pues no plancha, punto y se acabó. No se somete al suplicio del vaporizo, de estar parada presionando hacia abajo. Nadie dijo que tenía que planchar, que le tocaba, que era una obligación. Es más, nadie pregunta con cuántas planchas plancha Pancho porque se asume que Pancha es la que tiene que planchar. Mere compay….

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Pancha - que somos todas nosotras - debería estar clarísima. Tiene el derecho a decidir, a opinar, a escoger lo que piensa que le conviene, a rebelarse, a cambiar, a decir que sí y a decir que no, aceptar o rechazar, a transitar hacia lo que le hace feliz. Y claro, ahora que se acerca por quincuagésima vez el Día de San Valentín, esa fecha designada para expresar el amor cuando debería hacerse todo el año, a Pancha le gustan los regalos. ¡Pues claro! Las flores, las cenas, las gangarrias, los chocolates. ¿Y por qué no habrían de gustarle? Lo que pasa es que ansía otras cosas que le parecen más importantes. ¡Y las merece!

Pancha quiere un amor bueno, una pareja que le brinde esa estabilidad que se siente como un viento fresco, esa mano que la agarre cuando se muere de miedo al enterarse de un diagnóstico, que clave su mirada en la de ella mientras la trasladan en camilla hacia una sala de operación.

Quiere un amor tan sereno como el mar al atardecer, basado en el respeto, en el tú eres tú, yo soy yo y juntos somos nosotros. Un sentimiento cálido, profundo, apretado, solidario. Un amor que entienda sus inquietudes y apoye sus aspiraciones, que esté ahí, presente y combativo, para respaldarle en sus decisiones y debatirlas - por supuesto en un diálogo saludable - cuando entienda que no son las correctas.

De nada valen el tucutucu, las pasiones desenfrenadas y los revolcones sabrosos si Pancha no recibe trato igual, si se pretende que lleve la carga como un saco adherido a la espalda. Las tareas y las responsabilidades son un ejercicio simple de matemáticas: se dividen entre dos, por la mitad. La balanza debe mantenerse quietecita, justo en el centro.

Pancha merece la risa, visualizar un día terrible desde la plataforma del humor para que pese menos la carga. Nada mejor que la carcajada compartida, la que ahoga y te deja casi sin respiración y se convierte en uno de esos instantes que vas coleccionando en la memoria para echarle mano cuando necesitas sacudirte el espíritu de sopetón.

Y no se trata únicamente de vivir en pareja, del “hasta que la muerte nos separe”, igualmente tiene todo el derecho a optar por vivir sola, sin ataduras, libre, que su responsabilidad sea mantenerse feliz ella, en su espacio y con su entorno. No tiene por qué tener hijos si no los desea, eso se quedó en el pasado con las cuatro planchas que alguien le quiso endilgar. Y puede decir que sí, que siente el llamado a la maternidad, que se lanzará a ese espacio desconocido que tenemos que ir dominando las que somos madres, que está dispuesta a la crianza, al sacrificio, a lo que conlleva.

Pancha merece ser inmensamente feliz. Y plancha si le da la gana.